Encuentro con la población en la Plaza de Duomo de Milán (1 de junio de 2012)

VII Encuentro Mundial con las Familias

"La fe en Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros, vivo entre nosotros, debe animar a todo el tejido de la vida, personal y comunitaria, privada y pública, de modo de poder consentir un estable y auténtico “bienestar”, a partir de la familia, que va redescubierta cual patrimonio principal de la humanidad, coeficiente y signo de una verdadera y estable cultura a favor del hombre".








Señor Alcalde,
distinguidas Autoridades,
venerados hermanos en el Episcopado y en el sacerdocio.
¡Queridos hermanos y hermanas de la Archidiócesis de Milán!


Saludo cordialmente a todos los aquí reunidos tan numerosamente, así como a cuantos siguen este evento a través de la radio o la televisión. ¡Gracias por su calurosa acogida! Agradezco al señor alcalde las corteses palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de la comunidad cívica. Saludo con deferencia al representante del gobierno, al presidente de la Región, al presidente de la Provincia, así como a los demás representantes de las instituciones civiles y militares, y expreso mi aprecio por la colaboración brindada para la realización de los diversos momentos de esta visita.

Estoy feliz de estar hoy entre ustedes y agradezco a Dios, que me ofrece la oportunidad de visitar su ilustre ciudad. Mi primer encuentro con los milaneses se realiza en esta Plaza de la Catedral, corazón de Milán, donde surge el imponente monumento símbolo de la ciudad. Con su selva de agujas invita a mirar hacia lo alto, a Dios. Justamente tal impulso hacia el cielo siempre caracterizó Milán y le ha permitido a lo largo de los tiempo responder fructíferamente a su vocación: ser un cruce de caminos – Mediolanum – de pueblos y de culturas. La ciudad ha sabido de esta forma conjugar sabiamente el orgullo por la propia identidad con la capacidad de acoger toda contribución positiva que le venía ofrecido en el transcurso de la historia. También hoy, Milán está llamada a redescubrir este su papel positivo de mensajero de desarrollo y de paz para toda Italia. Dirijo mi agradecimiento cordial al pastor de esta Archidiócesis, el cardenal Angelo Scola, por el recibimiento y las palabras que me ha dirigido a nombre de la entera Comunidad diocesana; con él saludo a los obispos auxiliares y a quienes lo han precedido en esta gloriosa y antigua cátedra, el cardenal Dionigi Tettamanzi y el cardenal Carlo María Martini.

Dirijo un saludo particular a los representantes de las familias --provenientes de todo el mundo- que participan del VII Encuentro Mundial. Dirijo un afectuoso pensamiento a cuantos tienen necesidad de ayuda y de consuelo, y se encuentran afligidos por varias preocupaciones: a las personas solas o en dificultad, a los desocupados, a los enfermos, a los encarcelados, a cuantos están privados de una casa o de lo indispensable para vivir una vida digna. Que no falte a ninguno de estos nuestros hermanos y hermanas el interés solidario y constante de la colectividad. Con este motivo, me complazco de todo cuanto la Diócesis de Milán ha hecho y continúa haciendo para ir concretamente en ayuda a las necesidades de las familias más golpeadas por la crisis económico-financiera, y por haberse de inmediato puesto en acción, junto a la entera Iglesia y sociedad civil en Italia, para socorrer a las poblaciones victimas del terremoto de Emilia Romagna, que están en nuestros corazones y nuestra oración y por las cuales invito, una vez más, a una generosa solidaridad.

El VII Encuentro Mundial de las Familias me ofrece la grata ocasión de visitar su ciudad y de renovar los lazos estrechos y constantes que unen la comunidad ambrosiana con la Iglesia de Roma y al Sucesor de Pedro. Como es sabido, san Ambrosio provenía de una familia romana y mantuvo siempre viva su unión con la Ciudad Eterna y con la Iglesia de Roma, manifestando y elogiando el primado del Obispo que la preside. En Pedro –afirma- «está el fundamento de la Iglesia y el magisterio de la disciplina» (De virginitate, 16, 105); y también en la conocida declaración: «Donde está Pedro, allí está la Iglesia» (Explanatio Psalmi 40, 30, 5). La sabiduría pastoral y el magisterio de Ambrosio sobre la ortodoxia de la fe y sobre la vida cristiana dejarán una huella indeleble en la Iglesia universal y, en particular, marcarán a la Iglesia de Milán, que jamás ha dejado de cultivar la memoria y de conservar su espíritu. La Iglesia ambrosiana, custodiando las prerrogativas de su rito y las expresiones propias de la única fe, está llamada a vivir en plenitud la catolicidad de la Iglesia una, a testimoniarla y a contribuir a enriquecerla.

El profundo sentido eclesial y el sincero afecto de comunión con el Sucesor de Pedro, forman parte de la riqueza y de la identidad de su Iglesia a largo todo su camino, y se manifiestan en modo luminoso en las figuras de los grandes Pastores que la han guiado. En primer lugar san Carlos Borromeo: hijo de su tierra. Él fue, como decía el Siervo de Dios Pablo VI, “un forjador de la conciencia y de la costumbre del pueblo” (Discorso ai Milanesi, 18 marzo 1968); y lo fue sobre todo con la aplicación amplia, tenaz y rigurosa de las reformas tridentinas, con la creación de instituciones renovadoras, a comenzar de los Seminarios, y con su ilimitada caridad pastoral radicada en una profunda unión con Dios, acompañada de una ejemplar austeridad de vida. Junto con los santos Ambrosio y Carlos, deseo recordar otros excelentes Pastores más cercanos a nosotros, que han embellecido con la santidad y la doctrina de la Iglesia de Milán: el beato Cardenal Andrés Carlos Ferrari, apóstol de la catequesis y de los oradores y promotor de la renovación social en sentido cristiano; el beato Alfredo Ildefonso Schuster, el “Cardenal de la oración”, pastor incansable, hasta la consumación total de sí mismo por sus fieles. Además, deseo recordar a dos arzobispos de Milán que devinieron pontífices: Aquiles Ratti, papa Pío XI; a su determinación se debe la positiva conclusión de la “Questione Romana” y la constitución del Estado de la Ciudad del Vaticano; y el siervo de Dios Juan Bautista Montini; Pablo VI, bueno y sabio, que, con mano experta, supo guiar y llevar a un feliz resultado el Concilio Vaticano II. En la Iglesia ambrosiana maduraron además algunos frutos espirituales particularmente significativos para nuestro tiempo. Entre todos quiero hoy recordar, precisamente pensando en las familias, a santa Gianna Beretta Molla, esposa y madre, mujer comprometida en el ámbito eclesial y civil, que hizo resplandecer la belleza y la alegría de la fe, de la esperanza y de la caridad.

Queridos amigos, su historia es riquísima de cultura y de fe. Tal riqueza ha vivificado el arte, la música, la literatura, la cultura, la industria, la política, el deporte, las iniciativas de solidaridad de Milán y de toda la Archidiócesis. Toca ahora a ustedes, herederos de un glorioso pasado y de un patrimonio espiritual de inestimable valor, comprometerse para transmitir a las generaciones futuras la llama de una tan luminosa tradición. Ustedes bien saben cuánto sea urgente introducir en el actual contexto cultural la levadura evangélica.

La fe en Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros, vivo entre nosotros, debe animar a todo el tejido de la vida, personal y comunitaria, privada y pública, de modo de poder consentir un estable y auténtico “bienestar”, a partir de la familia, que va redescubierta cual patrimonio principal de la humanidad, coeficiente y signo de una verdadera y estable cultura a favor del hombre. La singular identidad de Milán no debe aislarla ni separarla encerrándola en si misma. Al contrario, conservando la savia de sus raíces y los rasgos característicos de su historia, ella está llamada a mirar al futuro con esperanza, cultivando un vínculo íntimo y propulsor con la vida de toda Italia y de Europa. En la clara distinción de los papeles y de las finalidades, la Milán positivamente “laica” y Milán de la fe son llamadas a concurrir al bien común. Queridos hermanos y hermanas, ¡gracias de nuevo por su acogida! Los confío a la protección de la Virgen María, que desde la más alta aguja de la Catedral vela maternalmente día y noche sobre esta Ciudad. A todos ustedes que estrecho en un gran abrazo, imparto mi afectuosa Bendición.

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